Juan Nuño: Árabes y Judíos
Arabes y Judíos
Miss Fray era aquel delicioso personaje, mitad profesora, mitad espía, irremediablemente spinster, que en The lady vanishes del gran Hitchcock recomendaba: «No pienso que se deba juzgar a un país por su política. Después de todo, los ingleses somos honrados por naturaleza, ¿o no?» Ahí está la cuestión. Una cosa es la política de cualquier país y otra el país, sus habitantes, la gente.
En el caso de Israel, a la hora de juzgarlo, siempre se maneja una doble mala fe: desde fuera y por parte de los propios israelíes. Lo extraño es que se trata del mismo juego en ambos casos: proceso de intenciones. A Israel nunca se le juzga por lo que hace, sino por lo que no debería hacer jamás. Aun peor: se le juzga tanto por lo que hace como por lo que no debería hacer. Por tratarse de un Estado judío, no debería perseguir ni reprimir a nadie, pues como todos saben, habiendo sido perseguidos tanto tiempo, ya no tienen derecho los judíos a perseguir a nadie. Lo suyo es sufrir, en silencio a ser posible, ya sea como individuos o como colectividad, en tanto Estado de Israel. Que los bobbies abandonen su tradicional flema en Notting Hill y se líen a bastonazos con cuanto negro proteste por las infrahumanas condiciones de vida en los ghettos proletarios es cosa aceptada por el resto del mundo como algo inevitable, el mal necesario. Si los educados gendarmes franceses «pasan a tabaco» a cuanto meteco, indocumentado o sospechoso meten caprichosamente en el panier à salade, se acepta como el estado natural de las cosas: para eso está la policía. El sic de coeteris. Ah, pero si el que da los bastonazos o dispara las bombas lacrimógenas es el Estado de Israel, el clamor es entonces universal: ellos no, por favor, en tanto judíos no tienen derecho a reprimir a nadie.
Por su parte, los protagonistas del drama, los malvados israelíes, no se quedan atrás a la hora de repartir mala fe argumental. Empiezan por mentir diciendo cómo no son las cosas: siempre son los árabes los que no quieren la paz, y continúan protestando por su alterada inocencia: de acuerdo, aceptan, han tenido que pegar un poco, lo sienten mucho, pero ésa no era su intención. Su intención, ya se sabe, era hacer un Estado ideal, otro sueño, todos hermanos, sin oprimidos ni opresores; aquella bobada bíblica del cordero paciendo junto al lobo. Desgraciadamente las circunstancias, de momento, les obligan, pero ellos, con harto dolor de su corazón, se ven arrastrados, qué más quisieran, prometen ser buenos, esto parará pronto, un poco de comprensión. Qué irritantes pueden ser: ¿por qué diablos tienen que justificar a cada paso lo que hacen? Son un Estado como cualquier otro, ni mejor ni peor, tienen problemas sociales y de orden público como cualquier Estado y proceden a reprimir como cualquier gobierno dotado de fuerzas represivas. ¿No querían un Estado? Bueno: ya lo tienen, pero que no pidan además que se les ame y se les comprenda en todo lo que hacen. Un Estado es eso: unos contra otros, en forma suave y escondida, o abierta y brutal. Si tanto les molesta ser juzgados, sólo tienen que abandonar la idea de Estado y volver a la condición pasiva de la diáspora. Y si acaso eso les parece un precio muy alto, que sigan siendo Estado y se dejen de estar dando explicaciones. Que aprendan de una vez por todas que Sartre tenía razón cuando dijo que la política era llenarse las manos hasta el codo de mierda y de sangre. No pueden pretender ganar en los dos tableros: el de la Realpolitik y el de la humana comprensión. O son judíos, en el sentido de víctimas, el único que entiende el resto del mundo, o son israelíes, en tanto perseguidores de sus enemigos. Cada vez les va a ser más difícil seguir siendo ambas cosas.
Lo que sucede en los territorios ocupados por Israel es para escandalizarse. En cambio, nadie se rasga las vestiduras por lo que hace muchos años ocurre en Irlanda del Norte. La gentil Mrs. Thatcher mandó a matar en Gibraltar, sin decir tiro va, a tres irlandeses, y apenas si la seráfica e inútil Amnistía Internacional se ha dado por enterada. En la revuelta de los armenios en el sur de la URSS muere gente; hasta nuevo aviso, Afganistán sigue ocupado por el invasor soviético. Todos esos sucesos son considerados «normales»; la monstruosidad se concentra en lo que hace Israel. Nadie ha vuelto a hablar de la brutal ocupación siria del Líbano, que también produce víctimas; ni del aplastamiento de los kurdos por turcos, iraquíes e iraníes. Para no fijarse en África, continente de todas las desgracias. Nada de eso interesa comparado con la terrible represión israelí en Gaza y Cisjordania.
Por supuesto que es terrible, como todo lo que afecta a esa región; que allí se concentren los males del mundo no debe extrañar si se piensa que de allí salieron las tres terribles religiones monoteístas. Pero convendría empezar a trascender la anécdota, por dolorosa que sea, y tratar de ver más allá de los muertos, por inocentes que resulten. La triste y fundamental verdad es que el clima de violencia beneficia tanto a Israel como a los palestinos. Si por uno de esos milagros, a los que también son adictos los creyentes de tales religiones, de pronto descendiera la paz en las tierras bíblicas, Israel, por un lado, y el pueblo palestino, por otro, se enzarzarían en la más atroz de las contiendas intestinas. Para Israel, la permanente amenaza palestina es garantía de unidad nacional; el día en que esa amenaza cesara (tal sería el milagro), no resultaría improbable que Israel se rompiera en varios pedazos: tantas son sus tensiones sociales y aun raciales. En cuanto a los palestinos, no parecen tener mucho futuro, fuera de matar y morir, como hasta ahora. Los jordanos no quieren nada con ellos y bien que lo probaron en aquel oscuro mes de septiembre; del Líbano ya los echaron una vez; los israelíes le han ofrecido Gaza a Egipto en más de una ocasión y los egipcios han respondido que ni hablar, que no quieren palestinos en su territorio. Eso para no mencionar las divisiones internas de la OLP, aguantadas con alfileres gracias a la agresión israelí; el día en que esa agresión dejara de existir Arafat y Habash (para sólo citar los dos más conocidos) se entredegollarían en menos de una hora. Será todo lo cínico que se quiera, pero en ciertas ocasione (como ésta) es muy recomendable el estado de guerra.
Si a eso se añade el juego de las superpotencias, no se ve que aclare el horizonte. Tampoco a EEUU y la URSS les conviene la paz; tanto uno como otro perderían influencia en la zona. En especial los rusos, pues si todo estuviera en paz (otra vez el milagro imposible), los sirios, por ejemplo, no tendrían que depender de ellos, tardarían muy poco en volverles la espalda y de paso olvidarse de los miles de millones que les deben. De modo que, por fas o por nefas, a unos y a otros les conviene que siga la zapatiesta. A todos. Y puestos a ser cínicos, pudiera decirse que hasta a los muertos, pues para vivir en las miserables y horrendas condiciones en que están viviendo esos desgraciados, mejor es morir dando la cara.
Un clásico de la moral del siglo XX, Adolf Eichmann, lo expuso bien claro: «si mueren unos pocos, es una catástrofe; cuando se trata de millones sólo son estadísticas».
Juan Nuño: (1927-1995). Nacido en España. Filósofo. Fue profesor de filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Colaborador en publicaciones continentales periódicas de prestigio. Entre sus más importantes obras se cuentan Sionismo, marxismo y antisemitismo, La veneración de las astucias, la escuela de la sospecha, Escuchar con los ojos, Doscientas horas en la oscuridad y La filosofía de Borges. Fue articulista en la página de opinión de El Nacional, donde presentaba opiniones y lineamientos sencillos y amenos, dirigidos al “grosso” público, obviando los profundos conocimientos filosóficos expuestos en otras obras destinadas a lectores más especializados. Falleció en Caracas el 5 de mayo de 1995.
Miss Fray era aquel delicioso personaje, mitad profesora, mitad espía, irremediablemente spinster, que en The lady vanishes del gran Hitchcock recomendaba: «No pienso que se deba juzgar a un país por su política. Después de todo, los ingleses somos honrados por naturaleza, ¿o no?» Ahí está la cuestión. Una cosa es la política de cualquier país y otra el país, sus habitantes, la gente.
En el caso de Israel, a la hora de juzgarlo, siempre se maneja una doble mala fe: desde fuera y por parte de los propios israelíes. Lo extraño es que se trata del mismo juego en ambos casos: proceso de intenciones. A Israel nunca se le juzga por lo que hace, sino por lo que no debería hacer jamás. Aun peor: se le juzga tanto por lo que hace como por lo que no debería hacer. Por tratarse de un Estado judío, no debería perseguir ni reprimir a nadie, pues como todos saben, habiendo sido perseguidos tanto tiempo, ya no tienen derecho los judíos a perseguir a nadie. Lo suyo es sufrir, en silencio a ser posible, ya sea como individuos o como colectividad, en tanto Estado de Israel. Que los bobbies abandonen su tradicional flema en Notting Hill y se líen a bastonazos con cuanto negro proteste por las infrahumanas condiciones de vida en los ghettos proletarios es cosa aceptada por el resto del mundo como algo inevitable, el mal necesario. Si los educados gendarmes franceses «pasan a tabaco» a cuanto meteco, indocumentado o sospechoso meten caprichosamente en el panier à salade, se acepta como el estado natural de las cosas: para eso está la policía. El sic de coeteris. Ah, pero si el que da los bastonazos o dispara las bombas lacrimógenas es el Estado de Israel, el clamor es entonces universal: ellos no, por favor, en tanto judíos no tienen derecho a reprimir a nadie.
Por su parte, los protagonistas del drama, los malvados israelíes, no se quedan atrás a la hora de repartir mala fe argumental. Empiezan por mentir diciendo cómo no son las cosas: siempre son los árabes los que no quieren la paz, y continúan protestando por su alterada inocencia: de acuerdo, aceptan, han tenido que pegar un poco, lo sienten mucho, pero ésa no era su intención. Su intención, ya se sabe, era hacer un Estado ideal, otro sueño, todos hermanos, sin oprimidos ni opresores; aquella bobada bíblica del cordero paciendo junto al lobo. Desgraciadamente las circunstancias, de momento, les obligan, pero ellos, con harto dolor de su corazón, se ven arrastrados, qué más quisieran, prometen ser buenos, esto parará pronto, un poco de comprensión. Qué irritantes pueden ser: ¿por qué diablos tienen que justificar a cada paso lo que hacen? Son un Estado como cualquier otro, ni mejor ni peor, tienen problemas sociales y de orden público como cualquier Estado y proceden a reprimir como cualquier gobierno dotado de fuerzas represivas. ¿No querían un Estado? Bueno: ya lo tienen, pero que no pidan además que se les ame y se les comprenda en todo lo que hacen. Un Estado es eso: unos contra otros, en forma suave y escondida, o abierta y brutal. Si tanto les molesta ser juzgados, sólo tienen que abandonar la idea de Estado y volver a la condición pasiva de la diáspora. Y si acaso eso les parece un precio muy alto, que sigan siendo Estado y se dejen de estar dando explicaciones. Que aprendan de una vez por todas que Sartre tenía razón cuando dijo que la política era llenarse las manos hasta el codo de mierda y de sangre. No pueden pretender ganar en los dos tableros: el de la Realpolitik y el de la humana comprensión. O son judíos, en el sentido de víctimas, el único que entiende el resto del mundo, o son israelíes, en tanto perseguidores de sus enemigos. Cada vez les va a ser más difícil seguir siendo ambas cosas.
Lo que sucede en los territorios ocupados por Israel es para escandalizarse. En cambio, nadie se rasga las vestiduras por lo que hace muchos años ocurre en Irlanda del Norte. La gentil Mrs. Thatcher mandó a matar en Gibraltar, sin decir tiro va, a tres irlandeses, y apenas si la seráfica e inútil Amnistía Internacional se ha dado por enterada. En la revuelta de los armenios en el sur de la URSS muere gente; hasta nuevo aviso, Afganistán sigue ocupado por el invasor soviético. Todos esos sucesos son considerados «normales»; la monstruosidad se concentra en lo que hace Israel. Nadie ha vuelto a hablar de la brutal ocupación siria del Líbano, que también produce víctimas; ni del aplastamiento de los kurdos por turcos, iraquíes e iraníes. Para no fijarse en África, continente de todas las desgracias. Nada de eso interesa comparado con la terrible represión israelí en Gaza y Cisjordania.
Por supuesto que es terrible, como todo lo que afecta a esa región; que allí se concentren los males del mundo no debe extrañar si se piensa que de allí salieron las tres terribles religiones monoteístas. Pero convendría empezar a trascender la anécdota, por dolorosa que sea, y tratar de ver más allá de los muertos, por inocentes que resulten. La triste y fundamental verdad es que el clima de violencia beneficia tanto a Israel como a los palestinos. Si por uno de esos milagros, a los que también son adictos los creyentes de tales religiones, de pronto descendiera la paz en las tierras bíblicas, Israel, por un lado, y el pueblo palestino, por otro, se enzarzarían en la más atroz de las contiendas intestinas. Para Israel, la permanente amenaza palestina es garantía de unidad nacional; el día en que esa amenaza cesara (tal sería el milagro), no resultaría improbable que Israel se rompiera en varios pedazos: tantas son sus tensiones sociales y aun raciales. En cuanto a los palestinos, no parecen tener mucho futuro, fuera de matar y morir, como hasta ahora. Los jordanos no quieren nada con ellos y bien que lo probaron en aquel oscuro mes de septiembre; del Líbano ya los echaron una vez; los israelíes le han ofrecido Gaza a Egipto en más de una ocasión y los egipcios han respondido que ni hablar, que no quieren palestinos en su territorio. Eso para no mencionar las divisiones internas de la OLP, aguantadas con alfileres gracias a la agresión israelí; el día en que esa agresión dejara de existir Arafat y Habash (para sólo citar los dos más conocidos) se entredegollarían en menos de una hora. Será todo lo cínico que se quiera, pero en ciertas ocasione (como ésta) es muy recomendable el estado de guerra.
Si a eso se añade el juego de las superpotencias, no se ve que aclare el horizonte. Tampoco a EEUU y la URSS les conviene la paz; tanto uno como otro perderían influencia en la zona. En especial los rusos, pues si todo estuviera en paz (otra vez el milagro imposible), los sirios, por ejemplo, no tendrían que depender de ellos, tardarían muy poco en volverles la espalda y de paso olvidarse de los miles de millones que les deben. De modo que, por fas o por nefas, a unos y a otros les conviene que siga la zapatiesta. A todos. Y puestos a ser cínicos, pudiera decirse que hasta a los muertos, pues para vivir en las miserables y horrendas condiciones en que están viviendo esos desgraciados, mejor es morir dando la cara.
Un clásico de la moral del siglo XX, Adolf Eichmann, lo expuso bien claro: «si mueren unos pocos, es una catástrofe; cuando se trata de millones sólo son estadísticas».
Juan Nuño: (1927-1995). Nacido en España. Filósofo. Fue profesor de filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Colaborador en publicaciones continentales periódicas de prestigio. Entre sus más importantes obras se cuentan Sionismo, marxismo y antisemitismo, La veneración de las astucias, la escuela de la sospecha, Escuchar con los ojos, Doscientas horas en la oscuridad y La filosofía de Borges. Fue articulista en la página de opinión de El Nacional, donde presentaba opiniones y lineamientos sencillos y amenos, dirigidos al “grosso” público, obviando los profundos conocimientos filosóficos expuestos en otras obras destinadas a lectores más especializados. Falleció en Caracas el 5 de mayo de 1995.
Juan Nuño resultaba disociante y escabroso para muchos. Filósofo iconoclasta, derrumbado de mitos y religiones -que a fin de cuentas es lo mismo- , siempre con la verdad como lanza murió hace algunos años. Para quienes le leímos, no es un recuerdo; es una realidad. Realidad espantosa para quienes se refugian en icono, glorias pasadas y pasiones injustificadas. Escribió Jesús Sanoja Hernández en la serie "50 imprescindibles" con fecha 06-09-88:
"No fue hombre fácil: lo fácil para él era la palabra, escrita y hablada, temible en la controversia, adelantado en la difusión y crítica de autores y tendencias. Por lo mismo, polemizó en exceso: con Eduardo Vásquez, con Ludovico Silva y para nombra de último al último, con Emeterio Gómez En fin, levaba por dentro la carga dinamitera propia del español y el judío". Con relación al libro que recién publicaba, Argenis Martínez escribió: Polémico y contundente, Juan Nuño supo siempre develar las aristas más agudas de la realidad hispanoamericana -especialmente de la venezolana- a través de sus artículos publicados en la prensa. Con una prosa clarísima, llena de ironía y humor, no se apartó de la fuerte vocación de postular la verdad, sin pretender convertir su pensamiento en dogma"
"No fue hombre fácil: lo fácil para él era la palabra, escrita y hablada, temible en la controversia, adelantado en la difusión y crítica de autores y tendencias. Por lo mismo, polemizó en exceso: con Eduardo Vásquez, con Ludovico Silva y para nombra de último al último, con Emeterio Gómez En fin, levaba por dentro la carga dinamitera propia del español y el judío". Con relación al libro que recién publicaba, Argenis Martínez escribió: Polémico y contundente, Juan Nuño supo siempre develar las aristas más agudas de la realidad hispanoamericana -especialmente de la venezolana- a través de sus artículos publicados en la prensa. Con una prosa clarísima, llena de ironía y humor, no se apartó de la fuerte vocación de postular la verdad, sin pretender convertir su pensamiento en dogma"
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home