CARLOS RANGEL: El reverso de los mitos
CARLOS RANGEL: El reverso de los mitos
El Tupác Amarú histórico fue un descendiente en línea directa de los Incas, Emperadores del Perú precolombino. Al rebelarse en 1780, cambió su nombre españolizado por el de un Inca ejecutado en 1659 por Francisco de Toledo, el Virrey que entre ese año y 1582 consolidó definitivamente el dominio español sobre el territorio peruano.
Derrotado y preso, Tupác Amarú fue vejado y muerto cruelmente, con lo cual pasó a la historia como mártir y precursor de la independencia latinoamericana.
Eso es típico de los equívocos y los mitos de la América Latina. Tupác Amarú se rebeló en nombre del Rey español, Carlos III (1759-88) y contra los abusos de los criollos peruanos. Fueron estos quienes le hicieron frente, lo derrotaron y lo supliciaron, sobre todo para defender sus privilegios de descendientes de los conquistadores, y solo accidentalmente para sostener los derechos de un lejano rey afrancesado, quien desde 1765 había comenzado a molestarlos y a inquietarlos con la extensión a América de ideas modernas sobre una mejor administración y supervisión imperiales, basadas en el sistema francés de delegados (intendentes) de la corona.
En este ocaso del Imperio español en América, los criollos americanos, cepa de la estructura de poder de todas las futuras repúblicas independientes, viven emociones y sentimientos contradictorios. La rebeldía exitosa de los colonos ingleses de la América del Norte los fascina. Aspiran a ejercer todo el poder, a tener todos los honores, en lugar de tener que admitir la tutela de España, ejercida por funcionarios peninsulares. Pero a la vez, como amos de una sociedad esclavista, se saben rodeados de enemigos. No solo los indios en apariencia sumisos, pero que de vez en cuando estallan en rebelión como en el Perú en 1780; o como en México en 1624 y 1692; sino además los negros bárbaros y violentos y los pardos humillados y resentidos. En el motín de 1692 los esclavos negros, los pardos y hasta los blancos pobres, llamados en México saramullos, para distinguirlos de los orgullosos criollos, habían terminado por hacer causa común con los indios en una explosión de cólera contra toda autoridad y toda riqueza.
Por si todo esto fuera poco, la revolución de Haití les ofreció a los criollos de 1791, una demostración práctica de lo que podía ser la guerra social en las sociedades esclavistas de América, una vez disueltos los vínculos con la metrópoli y resquebrajados los hábitos de autoridad y sumisión.
Frente a la masa oscura y enemiga de los esclavos, los siervos y las castas libres inferiores, los criollos se sienten ansiosamente españoles, fieles súbditos del Rey. Criollos pueden haber sido (y fueron probablemente) los verdugos de Tupác Amarú. Criolla también la proclama redactora del bando proclamado en Cuzco tras haber sido ahogada la sublevación (de Tupác Amarú).
“Por causa del rebelde, mandase que los naturales se deshagan o entreguen a sus corregidores cuantas vestiduras tuvieren, como igualmente las pinturas o retratos de los Incas, las cuales se borrarán indefectiblemente como que no merecen la dignidad de estar pintados en tales sitios”
“Por causa del rebelde, celarán los mismos corregidores que no se represente en ningún pueblo de sus respectivas provincias, comedias u otras funciones públicas de los que suelen usar los indios para memoria de sus hechos antiguos”
“Por causa del rebelde, prohíbense las trompetas o clarines que usan los indios en sus funciones, a las que llaman potutos, y que son unos caracoles marinos de un sonido extraño y lúgubre”
“Por causa del rebelde, mandase a los naturales que sigan los trajes que le señalan las leyes, se vistan de nuestras costumbres y hablen la lengua castellana, bajo las penas más rigorosas y justas contra los desobedientes”
Pero los mismos criollos que lanzan o suscriben en 1781 esa proclama de ocupantes, van a partir de 1810 a declararse “indios honorarios”, herederos y vengadores del Buen Salvaje. El himno del Perú independentista designa a Lima (la más española, junto con México de las ciudades hispanoamericanas) heredera del odio y la venganza del Inca, su legítimo señor y libre de nuevo después de tres siglos de dominación extranjera El himno de la Argentina asegura que con la guerra de emancipación, Los Incas se conmovieron en sus tumbas por la emoción de ver “a sus hijos” renovar el “antiguo esplendor de la Patria”. En Ecuador, José Joaquín Olmedo, suerte de poeta laureado de la Gran Colombia, imagina (en 1825) al Inca Huaina Capac, montado en una nube, jubiloso de que, tras haber tenido que ver desde ultratumba.
“correr las tres centurias
de maldición, de sangre y servidumbre”
esté ahora despuntando la hora feliz en la que empieza
“la nueva edad al Inca prometida”
Entre tanto, la situación de los indios no míticos, o muertos y enterrados desde antes del descubrimiento, sino vivos y de carne y hueso, siguió donde quiera siendo igual o peor que antes de la ruptura con España. La administración colonial española estaba a cargo de peninsulares sin intereses privados en América, ni nexos de sangre o prolongada familiaridad con la oligarquía criolla. Para estos funcionarios, Virreyes, Intendentes o Capitanes Generales, las castas americanas eran un hecho político a manejarse con el expediente de una prudente mediación entre unas y otras. Además, si bien no había en ese gobierno preocupación alguna de equidad social, tal como hoy la entendemos, y es obvio que en el arbitraje entre las castas, los criollos llevaban de lejos la mejor parte, si había alguna preocupación de justicia, y rastros de la controversia (vivida por la España cristiana del siglo XVI, sobre la humanidad y los derechos de los aborígenes de América) que había dado promulgación de las llamadas “Leyes de Indias” donde figuraban numerosas disposiciones destinadas a proteger los indios.
En contraste, los gobiernos republicanos de Hispanoamérica van a ser todos representativos exclusivamente de implacables hacendados criollos o (en el caso de países removidos socialmente por la guerra) de aún más implacables hacendados pardos; oligarquías que no tendrán otra preocupación ni otra meta que mantener intactas las estructuras sociales basadas en el latifundio y el peonaje. Los frecuentes cambios de gobierno, las llamadas “revoluciones” latinoamericanas, no van a ser sino perturbaciones superficiales en un agua estancada.
Para colmo de injusticia, cuando hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX las clases dirigentes latinoamericanas comiencen a formular explicaciones o excusas por el fracaso de sus sociedades en comparación con la sociedad norteamericana, es al indio, al negro y a la mezcla de razas a quienes van a a culpar; y esa explicación va a preceder primero, y luego a coexistir durante algún tiempo con la que hoy está de moda y que atribuye exclusivamente al imperialismo norteamericano el atraso y la frustración de América Latina.
Carlos Rangel. Del buen salvaje al buen revolucionario.
Del buen salvaje al buen revolucionario, editada originalmente en 1976 es obra de Carlos Rangel (Caracas 1929-1988). Se desempeñó como profesor en universidades de Nueva Cork, Bruselas y Caracas. En calidad de periodista, junto a su esposa Sofía Imber estuvo al frente del programa “Buenos Días”. Director de la revista Momento y articulista en las páginas de opinión e Venezuela, México, Estados Unidos y Europa. Entre sus obras, además de la antes citada están El tercermundismo y Marx y los socialismos reales y otros ensayos
El Tupác Amarú histórico fue un descendiente en línea directa de los Incas, Emperadores del Perú precolombino. Al rebelarse en 1780, cambió su nombre españolizado por el de un Inca ejecutado en 1659 por Francisco de Toledo, el Virrey que entre ese año y 1582 consolidó definitivamente el dominio español sobre el territorio peruano.
Derrotado y preso, Tupác Amarú fue vejado y muerto cruelmente, con lo cual pasó a la historia como mártir y precursor de la independencia latinoamericana.
Eso es típico de los equívocos y los mitos de la América Latina. Tupác Amarú se rebeló en nombre del Rey español, Carlos III (1759-88) y contra los abusos de los criollos peruanos. Fueron estos quienes le hicieron frente, lo derrotaron y lo supliciaron, sobre todo para defender sus privilegios de descendientes de los conquistadores, y solo accidentalmente para sostener los derechos de un lejano rey afrancesado, quien desde 1765 había comenzado a molestarlos y a inquietarlos con la extensión a América de ideas modernas sobre una mejor administración y supervisión imperiales, basadas en el sistema francés de delegados (intendentes) de la corona.
En este ocaso del Imperio español en América, los criollos americanos, cepa de la estructura de poder de todas las futuras repúblicas independientes, viven emociones y sentimientos contradictorios. La rebeldía exitosa de los colonos ingleses de la América del Norte los fascina. Aspiran a ejercer todo el poder, a tener todos los honores, en lugar de tener que admitir la tutela de España, ejercida por funcionarios peninsulares. Pero a la vez, como amos de una sociedad esclavista, se saben rodeados de enemigos. No solo los indios en apariencia sumisos, pero que de vez en cuando estallan en rebelión como en el Perú en 1780; o como en México en 1624 y 1692; sino además los negros bárbaros y violentos y los pardos humillados y resentidos. En el motín de 1692 los esclavos negros, los pardos y hasta los blancos pobres, llamados en México saramullos, para distinguirlos de los orgullosos criollos, habían terminado por hacer causa común con los indios en una explosión de cólera contra toda autoridad y toda riqueza.
Por si todo esto fuera poco, la revolución de Haití les ofreció a los criollos de 1791, una demostración práctica de lo que podía ser la guerra social en las sociedades esclavistas de América, una vez disueltos los vínculos con la metrópoli y resquebrajados los hábitos de autoridad y sumisión.
Frente a la masa oscura y enemiga de los esclavos, los siervos y las castas libres inferiores, los criollos se sienten ansiosamente españoles, fieles súbditos del Rey. Criollos pueden haber sido (y fueron probablemente) los verdugos de Tupác Amarú. Criolla también la proclama redactora del bando proclamado en Cuzco tras haber sido ahogada la sublevación (de Tupác Amarú).
“Por causa del rebelde, mandase que los naturales se deshagan o entreguen a sus corregidores cuantas vestiduras tuvieren, como igualmente las pinturas o retratos de los Incas, las cuales se borrarán indefectiblemente como que no merecen la dignidad de estar pintados en tales sitios”
“Por causa del rebelde, celarán los mismos corregidores que no se represente en ningún pueblo de sus respectivas provincias, comedias u otras funciones públicas de los que suelen usar los indios para memoria de sus hechos antiguos”
“Por causa del rebelde, prohíbense las trompetas o clarines que usan los indios en sus funciones, a las que llaman potutos, y que son unos caracoles marinos de un sonido extraño y lúgubre”
“Por causa del rebelde, mandase a los naturales que sigan los trajes que le señalan las leyes, se vistan de nuestras costumbres y hablen la lengua castellana, bajo las penas más rigorosas y justas contra los desobedientes”
Pero los mismos criollos que lanzan o suscriben en 1781 esa proclama de ocupantes, van a partir de 1810 a declararse “indios honorarios”, herederos y vengadores del Buen Salvaje. El himno del Perú independentista designa a Lima (la más española, junto con México de las ciudades hispanoamericanas) heredera del odio y la venganza del Inca, su legítimo señor y libre de nuevo después de tres siglos de dominación extranjera El himno de la Argentina asegura que con la guerra de emancipación, Los Incas se conmovieron en sus tumbas por la emoción de ver “a sus hijos” renovar el “antiguo esplendor de la Patria”. En Ecuador, José Joaquín Olmedo, suerte de poeta laureado de la Gran Colombia, imagina (en 1825) al Inca Huaina Capac, montado en una nube, jubiloso de que, tras haber tenido que ver desde ultratumba.
“correr las tres centurias
de maldición, de sangre y servidumbre”
esté ahora despuntando la hora feliz en la que empieza
“la nueva edad al Inca prometida”
Entre tanto, la situación de los indios no míticos, o muertos y enterrados desde antes del descubrimiento, sino vivos y de carne y hueso, siguió donde quiera siendo igual o peor que antes de la ruptura con España. La administración colonial española estaba a cargo de peninsulares sin intereses privados en América, ni nexos de sangre o prolongada familiaridad con la oligarquía criolla. Para estos funcionarios, Virreyes, Intendentes o Capitanes Generales, las castas americanas eran un hecho político a manejarse con el expediente de una prudente mediación entre unas y otras. Además, si bien no había en ese gobierno preocupación alguna de equidad social, tal como hoy la entendemos, y es obvio que en el arbitraje entre las castas, los criollos llevaban de lejos la mejor parte, si había alguna preocupación de justicia, y rastros de la controversia (vivida por la España cristiana del siglo XVI, sobre la humanidad y los derechos de los aborígenes de América) que había dado promulgación de las llamadas “Leyes de Indias” donde figuraban numerosas disposiciones destinadas a proteger los indios.
En contraste, los gobiernos republicanos de Hispanoamérica van a ser todos representativos exclusivamente de implacables hacendados criollos o (en el caso de países removidos socialmente por la guerra) de aún más implacables hacendados pardos; oligarquías que no tendrán otra preocupación ni otra meta que mantener intactas las estructuras sociales basadas en el latifundio y el peonaje. Los frecuentes cambios de gobierno, las llamadas “revoluciones” latinoamericanas, no van a ser sino perturbaciones superficiales en un agua estancada.
Para colmo de injusticia, cuando hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX las clases dirigentes latinoamericanas comiencen a formular explicaciones o excusas por el fracaso de sus sociedades en comparación con la sociedad norteamericana, es al indio, al negro y a la mezcla de razas a quienes van a a culpar; y esa explicación va a preceder primero, y luego a coexistir durante algún tiempo con la que hoy está de moda y que atribuye exclusivamente al imperialismo norteamericano el atraso y la frustración de América Latina.
Carlos Rangel. Del buen salvaje al buen revolucionario.
Del buen salvaje al buen revolucionario, editada originalmente en 1976 es obra de Carlos Rangel (Caracas 1929-1988). Se desempeñó como profesor en universidades de Nueva Cork, Bruselas y Caracas. En calidad de periodista, junto a su esposa Sofía Imber estuvo al frente del programa “Buenos Días”. Director de la revista Momento y articulista en las páginas de opinión e Venezuela, México, Estados Unidos y Europa. Entre sus obras, además de la antes citada están El tercermundismo y Marx y los socialismos reales y otros ensayos
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